En Opinión: “Notas del barrio”… Por Sócrates Campos Lemus

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¡QUE CONSTE,… SON RELEXIONES!

         En la actualidad son muchos los que se quejan por su “vida dura”, nos hablan de los conflictos, de las necesidades, de las carencias económicas y emocionales, del mal trato cuando recibían los cinturunazos de los padres o cuando los amigos se disputaban los partidos o los quereres, los besos y las caricias de las chicas. Por supuesto que, cuando nos íbamos a las escuela, vestidos de un pantalón azul, camisa blanca y suéter gris con rayitas en el brazo derecho, azules, con una mochila de cuero que aún apestaba a cuero duro y nuevo, pesaba más que la vida y los libros o los cuadernos, los lápices y los colores, la regla de madera de treinta centímetros, el compás de punta de fierro con un pequeño lápiz en el otro lado, el sacapuntas de color transparente con una cuchillita que se podía cambiar, y eso sí, los zapatos negros que tenía uno de lustrar con la grasa y la crema del Oso todos los días. Al llegar a la escuela Abraham Castellanos, un poderoso edificio gris de ventanales verdes, con bancas pintadas de verde, donde se paseaba al llegar el director, un hombresote de cabellos grises bien peinado, de cara dura que atemorizaba, con un enorme anillo en la mano derecha que volteaba para dar los coscorrones a los que no se formaban bien o para castigar a los que reían o se movían en las filas cuando diariamente, antes de entrar al salón de clase, se tenía que rendir homenajes a la bandera y cantar el himno nacional. Él, personalmente revisaba las filas y sacaba a los niños que no estaban peinados, los que llevaban las orejas sucias, los que no lustraban sus zapatos o los que no llevaban el uniforme completo y ahí, para su vergüenza y la de todo el grupo, se les mostraba y llamaba a sus padres… y ya saben, los padres, jodidos o desempleados,, jamás decían que no llegaban con el uniforme completo porque solamente tenían uno y no aceptaban su culpa o la falta de recursos, sino que la cargaban a los niños… así, se pasaban los días y las horas en el salón de clase hasta que tocaban la campana para ir al recreo. Salían a relucir las tortas que cada uno llevaba y se intercambiaban, como que siempre tenían mejor sabor las otras que las nuestras. Tortas de frijoles con queso blanco, las de huevo frito revuelto con chile, las de mantequilla y jalea y bueno, cuando existían algunas de jamón era como la delicia total… no existían los refrescos, se llevaba cantinflora de metal o de plástico y de ahí surgían los pleitos de la salida, los que se desarrollaban en terrenos baldíos o frente al parque de la plaza del estudiante, donde al lado, estaba la estación de policía… y se rasgaban las ropas y se sangraban los labios y se mostraba la fuerza, como siempre, es cierto eso de que los mexicanos le apostamos al más débil y al que más aguanta los golpes, es como el entrenamiento a la vida, es la vida del joido, donde el que sobrevive es el que más aguante tiene, el que sabe dejar pasar el tiempo, y así, se fueron formando muchos de los teporochitos, los mariguanos, los que asaltaban después en las esquinas de barrio a cualquiera que no fuera del mismo, respetaban a los de ahí, por ello, existían normas y reglas, y las ñoras y las jovencitas siempre se respetaban porque era la ley, el que la violaba se tenía que ir a otro lado y eso como que representaba la muerte chiquita, la del solitario, la del abandonado, la que deja las lágrimas cada vez que se escucha una canción o se recuerda algún dato… por esa misma razón, las reglas eran serias y las normas eran leyes… ¡Que tiempos!… pensar en que a la salida se podía uno topar con el que vendía los tacos de canasta, a cinco por un peso, con los chiles o las salsas colgadas al lado de la canasta… la delicia total. Llegar a los puestos que vendían los panuchos o los cocteles de camarón o ver fascinados cómo se abrían las conchas de los ostiones, ir en las noches a comer tortitas de pierna o de lengua, esas delicias que se vendían en los portales de Santo Domingo, pasar al Vaso de Leche o a la Blanca, los domingos, para tomar el café con leche espumosa y los ricos panes que se disfrutaban después de ir  a la iglesia de La Profesa, de Madero  e Isabel la Católica, obligados por el padre, oliendo el incienso y dormitando con los sermones de un cura cansado y aburrido…viejo, porque solamente los viejos van a las iglesias ahora y siempre…

Y de pronto, el baile, el baile de vecindad, donde todos cooperan, donde salían a relucir las bocinas de algún sitio para conectarse con el aparato de sonido y el toca discos, se ponían los faroles de papel de colores con los focos para iluminar los patios, ahí, se colocaban las sillas y en los sitios se ponían las refrescos y algunos tostadas, pambazos, tortas, sándwiches, y en los poco iluminados se ponían los pomos de bacardí o de madero, de ron Potrero y los cigarrillos alas,  delicados,  negritos o los faros… de vez en cuando, se veían los Raleigh, esos, los de carita, los traían los padrotes o los ratas grandes, eran los riquillos, los que iniciaban los bailes: Danzón, mambo, Chachá, Twist y, de pronto, los tríos hacían su aparición cantando boleros o canciones de amor dedicadas a… y de ahí los chismes y los comentarios. En las vecindades no hay secretos, todo se conoce, todos se conocen, todos saben qué y cuándo o cuánto puede cada uno, por ello, no hay engaños, y si bien se saben las debilidades también se reconocen las fortalezas y se mantienen los equilibrios, así los barrios se van forjando y formando, dejando una estela de lágrimas y de risas, de pasiones y olores, de sabores, de cantos, de alegrías y de tristezas, como si al conocer lo de cada uno y de saber sus penas o de sus alegrías, todos se fueran contagiando. La solidaridad es cierta, y cada uno se cuida las espaldas o los frentes, cada uno sabe qué necesita  de cada cual, y sobre eso se comparte o se parte… así, van transcurriendo los días, los de verdad, los que dejan cicatrices y daños que se lavaban o se olvidan pero, como los amores: ni se olvidan ni se dejan…. Solo se recuerdan en el tiempo y en la vida…