En Opinión: «El peligro de la verdad» por Óscar De la Borbolla

“El problema no es el dogma religioso, sino la verdad científica que se vive como definitiva, o sea, precisamente como dogma religioso, o dicho de manera más clara: el problema es la verdad, creer en la verdad”. Foto: Especial

Cuando uno piensa en los prejuicios que impiden el avance de la ciencia, generalmente, viene a la memoria el caso de Galileo, y uno lamenta que la iglesia, a través de la Inquisición, lo haya obligado a abjurar. Cuando en estos temas entra la Inquisición y con ella los dogmas religiosos, uno dice convencido: sí, los dogmas religiosos son la causa de que la ciencia en el siglo XVII no pudiera avanzar. Y en alguna medida es cierto. Lo que regularmente no se piensa es que la Iglesia Católica había hecho suyas una serie de verdades que no venían de la fe, sino de la ciencia o, si se prefiere, de la filosofía. La idea aristotélica de que la tierra era el centro del universo (más allá de lo bien que embonaba con una concepción religiosa que nos percibía como las criaturas favoritas de dios y, por tanto merecedoras de estar en el centro de la creación) era una concepción relativamente obvia, pues, si uno observa el cielo, el Sol parece describir una curva entre la aurora y el crepúsculo y, al día siguiente vuelve a salir más o menos por el mismo sitio. Y otro tanto ocurre con las estrellas que parecen literalmente una cúpula celeste que no cambia, por ello las constelaciones siguen…

La teoría geocéntrica parecía la correcta, llevaba tantos siglos de admitida, gozaba de tal fuerza, parecía confirmada por los sentidos… que resultaba aberrante negarla. Era, para los efectos prácticos, una verdad científica inamovible.

El problema no es el dogma religioso, sino la verdad científica que se vive como definitiva, o sea, precisamente como dogma religioso, o dicho de manera más clara: el problema es la verdad, creer en la verdad.

La centralidad de la tierra en el universo puede ser que tenga alguna importancia religiosa, pero no creo que en ese sentido importe un rábano la geometría euclidiana. Y frente a esa verdad, que aguantó milenios, ocurrió algo parecido al caso Galileo con aquellos que la pusieron en entredicho.

Acabo de leer un libro fascinante: Mentes maravillosas del matemático Ian Stewart, donde pude enterarme, entre otras cosas, de las aportaciones y la vida de uno de los geómetras no euclidianos que tuvo el valor de enfrentarse a Euclides: Lobachevski -Nikolài Ivànovich Lobachevski-. La historia de su vida y la de aquellos que antes de él sospecharon que algo había no mal, sino extraño en el postulado de las paralelas, resulta enormemente ilustrativa para entender por qué cuando algo se considera una verdad es el mayor peligro para el avance del conocimiento.

Los Elementos de Euclides, que es un portento de desarrollo lógico en el que todos sus axiomas son tan claros y simples y donde se deduce todo paso a paso del modo más elegante, tenía un postulado oscuro y, por llamarlo de algún modo, oblicuo: compárese, por ejemplo, la sencillez de “todos los ángulos rectos son iguales” con el postulado de las paralelas: “Si un segmento de línea corta dos líneas rectas formando en el mismo lado dos ángulos interiores que sumen menos de dos ángulos rectos, entonces las dos líneas, prolongadas indefinidamente, se encuentran en ese lado en el que los que los ángulos suman menos que dos ángulos rectos.” Esta especie de mácula llamó la atención de los geómetras desde siempre y muchos se dieron a la tarea de deducirlo siguiendo el buen razonamiento de Euclides. Pero llegaban a conclusiones extrañas. O, más que extrañas, a formulaciones geométricas distintas de las de Euclides.

La lista de los geómetras que repararon en esta dificultad es inmensa, valga mencionar algunos nombres: Omar Jayam, János Bolyai y Gauss. Este último desarrolló, incluso, una geometría no euclidiana que por “prudencia” no dio a conocer. Y quien sí arriesgó su prestigio fue Lobachevski, quien a los 31 años recogió por primera vez sus ideas en su obra Geometriya; ideas que terminó publicando tras numerosos rechazos, en una oscura revista “El Mensajero de Kazán” cuando tenía 36 años sin que, por supuesto, hubiera ninguna repercusión. Lobachevski muere a los 64 años ciego y literalmente sin haber visto publicada su geometría. La cual solo aparece hasta 1909, 53 años después de su muerte.

La creencia de que la geometría de Euclides era el verdadero espacio y no sólo un modelo más entre otros, o sea, la creencia en La verdad, impidió no solo que Lobachevski se fuera a la tumba con la satisfacción de haber descubierto una maravilla, sino el avance del conocimiento. Ian Stewart lo comenta de una manera muy fina: “A veces da la impresión de que la raza humana no se merece a sus grandes pensadores.”

Twitter: @oscardelaborbol