El libro del Presidente

Ciudad de México.- Informe presidencial, mañanera alargada, ideario utópico, La economía moral es el primer libro que publica Andrés Manuel López Obrador como jefe del Ejecutivo. Su centro contiene una carta de despedida al neoliberalismo mexicano –el que creó, desde el Estado, a una corruptísima clase empresarial-partidista en cuyas manos quedaron las empresas antes públicas– y la bienvenida a un horizonte que no ve ni la economía ni la política como algo ajeno a la felicidad.

Su lectura me hizo recordar a un profesor de economía en la UNAM que sostenía, a mediados del salinato, que la mitad de América Latina eran “países inviables” y que dijo algo sobre México que se me quedó grabado:

Se refería, por supuesto, a la fuga de capitales y a las remesas de los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos. Eran aquellos los tiempos en que el dogma neoliberal –abrir mercados, recortar impuestos a los ricos y desregular para invitar a la inversión– se volvió inquisitorial: no se podía hablar de “justicia social” ni “intervención del Estado” ni mucho menos de “socialismo” sin que se te adhirieran adjetivos contagiosos, como “premoderno” o “totalitario”. Y es que, aunque hoy parezca raro, en torno a la caída del Muro de Berlín, hace exactamente 30 años, los medios y los expertos se las habían arreglado para sostener, sin prueba alguna, que libre mercado y democracia iban juntos.

Se había terminado la historia y, por lo tanto, se insistía en un enriquecimiento de los más ricos que, al cabo de un tiempo, “derramaría” sus frutos a las clases subalternas. Por supuesto, los neoliberales no calcularon que la crisis de 2008 terminaría con mayor pobreza y desigualdad mundial, desmontada ya toda la red de seguridad social del Estado de Bienestar.

Los pobres sin casa, obligados a emigrar, resonaron como una carcajada siniestra ante la “creación”, ya no de ricos, sino de multimillonarios cada vez más exclusivos, extravagantes y depravados en su ambición. Si uno escucha al británico Jeremy Corbyn, al demócrata Bernie Sanders o lee a López Obrador, la idea es restaurar la influencia del Estado como la que inspiró a Roosevelt en 1944: buenos empleos, bien remunerados, servicios médicos de calidad, tanta educación como se necesite para triunfar, vivienda pagable, fondos de retiro dignos y un medio ambiente limpio.

En el libro del presidente de México, la despedida del neoliberalismo mexicano es, sobre todo, no de la economía como discurso prioritario o del mercado como dogma, sino de las complicidades entre élites políticas y económicas, la corrupción como distorsión, el abandono del Estado de una mayoría de mexicanos en beneficio de menos de 1%. Pero quizás lo más significativo es el propio título del libro. Durante mucho tiempo los neoliberales habían dicho que el desarrollo libre de la competencia era moral porque, tan eventual como invisiblemente, beneficiaría al “bien común”. No fue cierto, la riqueza no se “derramó”, sino que se concentró. Tomo tres datos que sustentan el fracaso del modelo neoliberal: el país creció en promedio 2% anual en 36 años, la privatización petrolera atrajo sólo 0.9% de la inversión prometida por Peña Nieto y el salario mínimo de los trabajadores pasó de poder comprar 51 kilos de tortilla a sólo seis.

Después de 36 años somos un país más desigual, más violento y más enfermo. Una generación completa pensó que podía hacerse de la vista gorda a la corrupción político-empresarial y a sus fraudes electorales e intelectuales a cambio de no precipitarse en la pobreza y que la violencia estuviera más o menos lejos. No fue así y la siguiente generación le dio 30 millones de votos al único que había denunciado la mentira.

Mientras uno lee el libro, hay algo parecido al final de la economía como “ciencia autónoma” de la política, la historia y la cultura. La concentración de la riqueza, el deterioro del campo y el medio ambiente, los desajustes brutales entre geografías, el estancamiento del ingreso de los trabajadores, nos hacen pensar en que lo que está fallando, en verdad, es la forma de movilidad social que llamamos “esperanza”, la idea misma de que, de generación en generación, los padres pensaron que a los hijos les iba a ir mejor.

Lo que debíamos preguntarnos como sociedad es sobre los efectos del abandono alimenticio, en salud y en educación que le dejaron a la generación que nació entre 1982 y 2018. No menos importante es preguntarnos cómo el neoliberalismo, al incentivar a los monopolios, provocó que se invirtiera cada vez menos en innovaciones tecnológicas –claramente, López Obrador señala el rezago en conectividad en el país y los altos precios de internet que pagamos–, que las alianzas entre negocios estratégicos como educación, salud e infraestructura condujeron a servicios caros y malos cuando se concentraron con las aseguradoras, las farmacéuticas, las Odebrecht y OHL del mundo. Parece el final de la economía como sacrosanta ecuación sobredeterminada y la vuelta a lo que se llamó, hace más de un siglo, “economía política”, es decir, un estudio de los resultados empíricos de las fórmulas aplicadas a rajatabla, como los conjuros de un mago de fiesta. No puedo sino hacer notar la paradoja obvia: el modelo que se justificó contra las nomenklaturas comunistas y los servicios deficientes de los países de la URSS y Europa del Este, acabó por generar su propia burocracia dorada, en empresas y bancos centrales, secretarías de Hacienda, universidades privadas, intelectuales, medios de comunicación, para ofrecernos al resto un poco más que estancamiento, mediocridad, repetición de ciertos conjuros y recetas. El neoliberalismo puso en riesgo todo, incluyendo su propia sustentabilidad.

El término “economía moral” –lo hemos escrito en anteriores columnas– se refiere no a una teoría sino a un sistema de prácticas que se dan no sólo dentro del intercambio de mercancías, sino en la ética comunitaria. Es lo que está fuera de la servilleta con cálculos. El término viene del historiador inglés EP Thompson y en un inicio sirvió para nombrar las prácticas de consumidores y panaderos durante el desabasto de trigo; no sólo jugaba en esas crisis la máxima ganancia, sino una práctica ética de no dejar morir de hambre a los vecinos, a pesar de -perder utilidad.

Lo que interesó a Thompson a inicios de los setenta fue el papel ético que tenían los dueños de molinos cuando, en una hambruna, usaban otros criterios distintos a la pura ambición. Cómo la sociedad a la que servían, además, les reclamaba usar esos criterios para proteger a los consumidores, la calidad del trigo y las prohibiciones de venderlo a otros que pudieran pagar más. Se trata de valores comunes que se traducen en prácticas de autocontención de la simple ambición material.

Valores sobre lo que es justo, equilibrado, legítimo, reciproco, y en atención a un bien que es de todos. La economía moral sería, como propone Thompson, “una respuesta centrada en la comunidad, que surge de un sentido de bien común, reforzado por una costumbre o tradición, a una apropiación injusta o abuso de la tierra, el trabajo, la dignidad humana, recursos naturales o bienes materiales”. Es, pues, una respuesta a ese abuso y la intención de que se convierta en un comportamiento regular para que, por ejemplo, la escasez de trigo no termine en un motín contra los panaderos, el robo del pan y el incendio del molino.

Parece que el presidente piensa en esa respuesta más normalizada frente al abuso de 36 años de neoliberalismo, más que en algo religioso, como se le ha acusado. En algún lado, el doctor Lorenzo Meyer ha dicho que la élite no le ha agradecido lo suficiente al movimiento democrático que llevó a López Obrador al poder que no haya elegido el motín para reequilibrar las cosas. Se decidió pacíficamente y, en general, los cambios han sido de intercambio, más que puramente económicos, de símbolos.

En el libro, el presidente asegura que ha usado 300 mil millones de pesos para cambiar la vida de 20 millones de campesinos, jóvenes, discapacitados, adultos mayores. Puede ser que esa decisión sostenida atempere un país pobre, enfermo y asustado. Que los demás países que convergen en la nación mexicana logren entender que “Por el bien de todos, primero los pobres”, no es sólo un lema de campaña, va a tardar más de un año que, aunque movido, no deja de ser sólo un arranque.