Oaxaca, Oax.- En cada rincón de las ocho regiones de Oaxaca, los hogares y calles comienzan a llenarse de aromas, colores y recuerdos. Entre el 31 de octubre y el 2 de noviembre, familias enteras se reúnen para levantar los tradicionales altares de muertos, una de las manifestaciones más queridas y profundas de la identidad oaxaqueña.

Más que una simple costumbre, en muchas comunidades esta celebración se vive como un ritual sagrado: un reencuentro entre los vivos y aquellos seres queridos que partieron. Se cree que, durante estas fechas, las ánimas regresan a casa para disfrutar de los platillos que amaron en vida, deleitarse con las frutas de temporada y seguir el aroma de la flor de cempasúchil que marca su camino de regreso al mundo terrenal.
En Oaxaca, cada altar cuenta una historia. Los hay modestos, con un puñado de flores y veladoras, y también majestuosos, con siete niveles que simbolizan los pasos del alma hacia el descanso eterno. Sin importar el tamaño, todos comparten el mismo propósito: honrar la memoria y mantener viva la tradición.
El corazón del altar
El altar de Día de Muertos es una obra cargada de simbolismo. Cada elemento tiene un sentido espiritual y cultural que da vida a esta celebración, reconocida por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Se colocan niveles que representan el cielo, la tierra y, en algunos casos, el purgatorio. Los colores vivos del papel picado, el brillo de las velas y el perfume del copal crean una atmósfera única, donde el respeto y la nostalgia se mezclan con el gozo de recibir nuevamente a los que ya no están.
Elementos esenciales de la ofrenda
Agua. Refleja la pureza y calma la sed del alma que ha viajado desde el más allá.
Veladoras y cirios. Su flama simboliza la luz que guía el camino de regreso. En comunidades indígenas, cada vela representa a un difunto; si son de color morado, expresan luto y penitencia.
Copal e incienso. Purifican el ambiente y alejan los malos espíritus. Su aroma, intenso y místico, envuelve la casa como un abrazo espiritual.
Flor de cempasúchil. Con su color dorado y su fragancia, marca la senda que las almas seguirán para llegar al altar.
Alhelí y nube. Flores blancas que acompañan especialmente las ofrendas dedicadas a los niños.
Arco. Adornado con flores y frutas, representa la entrada al mundo espiritual, el umbral entre los vivos y los muertos.
Cruz. Introducida durante la evangelización, se elabora con sal, ceniza o pétalos, recordando la unión entre las creencias indígenas y cristianas.
Pan de muerto. Elaborado con azúcar y anís, simboliza la fraternidad y la generosidad.
Petate. Sirve como lecho para el descanso de las ánimas o como base donde se colocan los alimentos.
Fotografía del difunto. Enmarca la presencia del ser querido. En algunos pueblos se coloca detrás de un espejo, para reflejar su espíritu sin hacerlo visible.
Comida guisada. Tamales, mole, chocolate o mezcal: los aromas de los platillos favoritos de los difuntos llenan el hogar de recuerdos.
Calaveritas de azúcar o chocolate. Alegres recordatorios de que la muerte forma parte de la vida.
Izcuintle. El perro fiel que, según la tradición, ayuda a las almas a cruzar el río hacia el Mictlán.
Sal. Elemento purificador que evita la corrupción del cuerpo y protege el espíritu en su trayecto.
Papel picado. Con sus figuras coloridas, representa el viento y la alegría de las festividades mexicanas.
Una tradición viva
En Oaxaca, levantar un altar no es solo un acto de devoción, sino un diálogo con el pasado. En mercados como el de Tlacolula o el de Zaachila, las familias se apresuran a comprar flores, frutas, copal y pan. Las risas se mezclan con el bullicio y los acordes de bandas tradicionales, mientras los pueblos se visten de cempasúchil.
En las noches de noviembre, las velas iluminan las calles y los panteones se llenan de vida. Niños, jóvenes y ancianos conviven entre rezos, música y anécdotas. En Oaxaca, la muerte no se llora: se celebra, se honra y se recuerda con amor.
Porque en cada altar, en cada flor y en cada aroma de mole o chocolate caliente, los oaxaqueños mantienen encendida la flama de una tradición que trasciende generaciones.
 
				