En Opinión: «El Presidente y la Constitución» por Jorge Javier Romero Vadillo

Ojalá la arrogancia presidencial frente a las restricciones a su poder no llegue al extremo de provocar una crisis constitucional sin precedentes en México.

En México, el orden constitucional ha sido, a lo largo de la historia, más formal que real. El prócer Juárez, tan legalista según el relato edificante de la historia oficial, recurrió una y otra vez a las facultades extraordinarias que le concedían los diputados elegidos de manera fraudulenta para gobernar por encima de la Constitución, mientras que Porfirio Díaz optó por simular escrupulosamente el cumplimiento de los mandatos constitucionales, cuando todo mundo sabía que se trataba solo de una ficción aceptada. La Constitución de 1857, aunque estuvo vigente de manera formal durante sesenta años, en realidad fracasó como ordenamiento efectivo desde su promulgación.

La Constitución de 1917 no corrió con mejor suerte. Cuando se debió resolver la primera sucesión presidencial de acuerdo con las normas establecidas en ella, los caudillos militares se revelaron para imponer a su líder como Presidente, aunque, eso sí, su levantamiento lo hicieron en nombre de la misma Constitución que estaban violentando. Ya en la Presidencia, Obregón usó todas sus malas artes para sobornar legisladores y con ello ponerse por encima del Congreso, pues eso de la división de poderes le resultaba un estorbo. A partir de entonces, de manera gradual los presidentes concentraron poder, tanto con cambios legales –como la no reelección legislativa– como informales, con los que finalmente pudieron, ya durante los años clásicos del régimen del PRI, volver a la simulación escrupulosa del cumplimiento del orden constitucional: una nueva ficción aceptada.

La subordinación completa del Legislativo y el Judicial al poder Ejecutivo permitió que los sucesivos presidentes surgidos del partido hegemónico pudieran modelar la ley y la Constitución misma de acuerdo con su voluntad omnímoda. Así, el régimen constitucional mexicano se convirtió en un engendro en el cual una parte de los ordenamientos se simulaban –como las elecciones, que todos sabían fraudulentas–, otra parte no era más que enunciados grandilocuentes imposibles de hacerse efectivos, derechos que solo eran papel mojado, mientras otros artículos se acomodaban para lucimiento del Presidente en turno.

Con el desarrollo de la pluralidad política, el papel de la Constitución como ordenamiento jurídico efectivo que ampara derechos reclamables y que norma el funcionamiento de la organización estatal aumentó de manera considerable, al grado de que a partir de la década de 1990 dejó de ser una ficción aceptada para convertirse un marco real de reglas del juego social, aunque todavía de manera muy imperfecta. Las reformas a la Suprema Corte de Justicia de 1996, la reforma electoral de 1996, la pérdida de la mayoría absoluta en el legislativo en1997 y la alternancia en la Presidencia de la República en 2000 hicieron que la Constitución cobrara relevancia y su cumplimiento fuera un límite indispensable para la legitimidad del poder.

Pero como veinte años no es nada en la historia institucional de un país, el orden constitucional efectivo todavía hoy es endeble y debe ser cuidado escrupulosamente para evitar una regresión autoritaria. Esta semana, sin embargo, el Presidente López Obrador ha dado señales de un compromiso laxo con la Constitución, incluso en aspectos que han sido reformados durante su mandato.

La insistencia del Presidente de la República en que nombrará a un militar en activo como comandante de la Guardia Nacional recién creada implica, en el mejor de los casos, una interpretación retorcida de uno de los artículos transitorios de la reforma constitucional recién aprobada. El acuerdo legislativo que permitió la aprobación del nuevo cuerpo policiaco se dio, precisamente, en torno a su carácter civil, sin fuero, entrenamiento o disciplina militar y dependiente de la Secretaría de Seguridad Ciudadana, también creada por el actual Gobierno. Si López Obrador se empeña en un comandante militar para la Guardia, estará violando la Constitución, por más retruécanos que utilice para justificarlo. El problema es que los controles de constitucionalidad de nuestro sistema son limitados y la decisión inconstitucional del Presidente puede quedar impune.

Otro ejemplo del débil compromiso de López Obrador con el orden constitucional se manifestó esta semana cuando el Presidente amenazó a la CNTE con volver al orden legal previo a la reforma constitucional de 2013 si la coordinadora seguía sin aceptar los términos del nuevo cambio constitucional que se está negociando en la Cámara de Diputados. El dislate presidencial obvia el hecho de que la vuelta al statu quo anterior a 2013 requeriría de por sí una reforma constitucional y de ninguna manera podría ser decisión autónoma del ejecutivo, más allá de que de eso piden su limosna los chantajistas de la organización radical, pues el arreglo previo les permitía disponer de al menos el 50 por ciento de las plazas para repartirlas a cambio de lealtad política, cuando no las vendían al mejor postor, y les otorgaba el control de todo el proceso de movilidad y promoción de los docentes, con lo que garantizaban la disciplina clientelista del magisterio.

Es evidente que el dicho presidencial en el tema educativo no fue más que un exabrupto sin consecuencias, pero muestra mucho de la visión que tiene sobre las restricciones constitucionales a su actuar. No me queda duda de que se imagina como los antiguos presidentes priistas que hacían y deshacían en temas constitucionales a su antojo, cosa que ya no está a su alcance, por más mayoría absoluta de su coalición en el Congreso. Pese a ello, López Obrador ha mostrado una actitud de desprecio a las restricciones legislativas, al grado de la burla, como en el caso de la repetición de las ternas para integrantes de la Comisión Reguladora de Energía.

Ojalá la arrogancia presidencial frente a las restricciones a su poder no llegue al extremo de provocar una crisis constitucional sin precedentes en México. Esperemos que sus exabruptos y amagos se queden en eso y que acepte que no es un Presidente omnímodo al estilo de los de su añorada época clásica del PRI, ni puede disponer de facultades extraordinarias, a la manera de Juárez pues, si bien fue electo con una mayoría amplia de votos, México es hoy un país plural que requiere ser gobernado con apego al mandato constitucional que limita el poder presidencial con contrapesos legislativos y judiciales. De no ser así, López Obrador pasará a la historia no como el transformador progresista que él imagina, sino como el reconstructor del autoritarismo retardatario.